LA ÚLTIMA ENTREVISTA DE BEATRIZ ESPEJO A CARLOS PELLICER


"Convencer a la nube 
del riesgo de la altura y de la aurora, 
que no es el agua baja la que sube 
sino la plenitud de cada hora..."

Fragmento de 'Invitación al paisaje'.

Carlos Pellicer nació en Villahermosa, Tabasco, y murió en la ciudad de México. Estudió en la Preparatoria Nacional y en Colombia, enviado por el gobierno de Venustiano Carranza. Quizá de entonces partió su profundo bolivarismo. Fue cofundador de la revista San-Ev-Ank y de un nuevo Ateneo de la Juventud que no tuvo mayores repercusiones. Fue secretario de Vasconcelos y miembro de las juventudes vasconcelistas. Junto con Lombardo Toledano, Diego Rivera, José Clemente Orozco y Xavier Guerrero fundó el Grupo Solidario del Movimiento Obrero. Colaboró en las revistas Falange (1922-1923), Ulises (1927-1928) y Contemporáneos (1928-1931). Fue también profesor de la preparatoria y la universidad, y director del Departamento de Bellas Artes. A su amor por los museos se deben el de Frida Kahlo, el de la Venta de Villahermosa, el Anahuacalli, el de Tepoztlán, Morelos, entre otros. En 1976 entró al PRI y al Senado de la República. Coautor de El trato con escritores (1961); autor de Colores en el mar y otros poemas (1924), Piedra de sacrificios (1924), Seis, siete poemas (1924), Oda de junio (1924), Hora y 20 (1927), Camino (1929), Cinco poemas (1931), Esquemas para una oda tropical (1933), Estrofas al mar marino (1934), Hora de junio (1941), Discurso por las flores (1946), Subordinaciones (1949), Sonetos (1950), Práctica de vuelo (1956), Material poético (1918-1961), Dos poemas (1962), Con palabras y fuego (1963), Teotihuacan y 13 de agosto; Ruina de Tenochtitlán (1965), Bolívar, ensayo de biografía popular (1966), Noticias sobre Netzahualñcóyotl y algunos sentimientos (1972), Cuerdas, percusión y alientos (1976). Después de su muerte han desaparecido publicaciones que dejó dispersas: Reincidencias (1978), Cosillas para el nacimiento (1978), Cartas desde Italia 1985), Cuaderno de viaje (1987). Juan José Arreola se encargó de cuidar la edición de Material poético y Luis Mario Schneider la de Obras. 

Beatríz Espejo,
escritora mexicana.
Lo conocí por una circunstancia feliz. Todo México sabía que Pellicer – poeta de la grandeza americana, de las flores exultantes, de las nubles, del agua, del sol implacable y renovador, de los límites; poeta que miraba el mundo con ojos de poeta- para las navidades montaba en su casa un nacimiento cada año distinto. Se trataba de verdaderas obras del arte efímero y las mostraba sin mayores preámbulos a quienes así lo solicitaran. Un grupo de adolescentes llamamos a su puerta. Nos condujo por unas escalerillas hacia lo que había sido la cochera y entonces era ya un nicho museográfico que reconstruía el paisaje tabasqueño, un claro en la selva donde cercanos al establo ancestral se congregaban casitas de carrizos, ríos de papel aluminio, lagunas de espejos, palmeras, pericos, monos, caimanes, helechos, plátanos, anacondas en miniatura. Accionó los controles y el escenario fue iluminándose en una secuencia paulatina que figuraba los primeros dolores del parto hasta el alumbramiento. El cielo raso se poblaba de estrellas, luceros, constelaciones. Y la música creciente cantaba a pleno pulmón la llegada del Mesías, la adoración de los pastores, la solidaridad del burro y la vaca, el arrobo de los seres todos que presenciaban el prodigio luego, lentamente según empezara, sonaba la última nota del concierto porque la historia se había contado.

Lo conocí también gracias a la generosidad con que trataba a los jóvenes editores de publicaciones literarias. Para la revista El rehílete le pedí una entrevista que me concedió y uno de esos sonetos suyos admirables. Me lo dio sin falta y de manera gratuita a pesar de que como es claro cobraba bien sus colaboraciones. Esa visita que empezó a las seis de la tarde e iba a ser breve se prolongó porque algunas palabras mías lo incitaron a instalarme en un sofá Reina Ana, herencia de doña Deifilia Cámara, con el propósito de explicarme las perfecciones de una marina colgada en la pared de enfrente. A su calidez unió su sabiduría de crítico interesada en las artes plásticas y su amor por la belleza y me señaló los empastes, la gradación de colores, la turbulencia de las olas que Velasco supo imprimir en la tela. Cerca había un retrato y una escultura en bronce de Pellicer hechos por Diego Rivera y Hoffman Isembourg respectivamente, y una pintura de Orozco que representaba a dos parejas abrazadas al ritmo de danza.

Nuestros encuentros se multiplicaron. Solía rodearse de discípulos queridos entre los que recuerdo a Dionisio Morales, Abigael Bohórquez, Carlos Eduardo Turón, Guillermo Fernández y José Carlos Becerra. Algunas veces me uní al grupo, nos invitaba chocolate en jícara ahumada y hacía de aquel asunto tan serio un rito en el cual él oficiaba y nosotros servíamos de monaguillos. Por razones amables me decía cosas aduladoras que yo tomaba como tales, aunque henchida de agradecimiento y desde el fondo de mi corazón que apenas abría sus alas de mariposa. Gracias a todo esto y porque Emmanuel Carballo y yo hemos sido sus admiradores firmes, cuando nació nuestro hijo Francisco viajamos a Tepoztlán, nos hospedamos en casa de nuestros amigos Daniel y Martha Dueñas, decidimos registrar al niño en ese pueblo mágico y que Pellicer fuera testigo. ¿Quién mejor? Aceptó contento y con el regalo de su afecto y el timbre sonoro de su voz, con su vestimenta habitual de los últimos años (camisa de algodón, pantalón de dril y huaraches franciscanos), estampó su firma en el acta.

En la última ocasión que nos vimos personalmente se comunicó con Emmanuel y le dijo que quería confiarle pormenores desconocidos del novizgo entre Margarita Quijano y Ramón López Velarde y que nos convidaba a merendar. Nos presentamos puntuales, grabadora en mano. Emmanuel como entrevistador, yo como espectadora. Pasamos a una salita y el poeta se propuso mostrarnos sus recientes descubrimientos arqueológicos depositados en vitrinas iluminadas, numerosos juguetes que probaban – según él – que la rueda era ya usada por los antiguos mexicanos aunque todavía no en labores agrícolas. Nos enseñó collares de cristal, perrillos de jade, ranas de alabastro y a cada exclamación, divertido, extraía de sus unas máscaras y medallones que aumentaban nuestro asombro. (Sus detractores afirmaban que muchas de esas piezas era apócrifas y que Pellicer compraba figurillas prehispánicas al gusto propio, apenas salidas del torno y del horno). Auténticas o no, resultaban auténticas maravillas que trataba con exquisita cortesía. Al cabo de una hora busqué lugar donde sentarme y encontré la orilla de un sillón próximo. Apresurado, Pellicer interrumpió sus exhibiciones para decirme con sus frases llenas de resonancias que cuidara de no apachurrarle un Miró y un efecto, tras mi espalda, sacó una litografía sin enmarcar y una de Picasso y las hacinó junto a otras muchas sobre el suelo y contra un muro.

La grabación fue larga y en ella quedó la idea de que Margarita Quijano nunca casó porque había hecho votos de monja laica; pero lo más importante de aquella entrevista última que le hizo Emmanuel fue el análisis que Pellicer dejó de su propia obra y la de sus contemporáneos. Modesto, sin demasiada modestia; gentil y comunicativo, acabó enseñándonos su dormitorio, casi una celda conventual por su pequeñez, su frugalidad, por una Biblia de tapas gastadas que se hallaba sobre la cama. (Hoy se ha trasplantado con Biblia y todo a su casa de Tabasco convertida en museo).

A tiempo llegó la merienda, el consabido chocolate y los tamales de pejelagarto enviados de su tierra, y la conversación animada en la cual salieron a relucir muchos nombres y muchas anécdotas, el doctor Atl que lo visitó en Tepoztlán un fin de semana y se quedó dos años, Julio Castellanos autor de numerosos cuadros colgados en el comedor, y Manuel Rodríguez Lozano, Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta, Genaro Estrada, los hermanos Magdaleno a quienes dedicó poemas espléndidos en Hora de Junio. Y algo que nunca olvidaré. La razón de aquella cita. Carlos Pellicer empezaba a pensar que su partida se acercaba y decidió tomar las cosas con calma para despedirse de sus amigos. La semana pasada había subido al Izta; la semana siguiente subiría al Popo. Esa noche nos decía adiós a nosotros. Y mientras lo decía no sentí el nudo en la garganta que se hubiera esperado, sino más bien una impresión gozosa como de saludo. Supe siempre que iba a reencontrarlo desde la ventanilla de un avión, en alguna barca del río Grijalva, en algún pueblecito de los Andes.

-          Maestro, ¿cuándo empezó usted a escribir?

-          A los 11 años. Crecí en el culto a los héroes; mi padre adoraba a Juárez; mi madre a Hidalgo. Y lo primero que escribí fue un pequeño poema de dos o tres estrofas a Hidalgo. Más tarde, a los 15, me impresioné con una fotografía y escribí un poema al paisaje acuático. La naturaleza me había capturado para siempre.

-          ¿Qué es la poesía?

-          Es el apoyo más importante de mi vida, después de la religión cristiana que tiene toda la esencia poética. Cristo hablaba en parábolas llenas de poesía. A la religión se une la belleza y el bien. Un alemán, Nietzsche, que naturalmente murió loco…

-          ¿Por ser alemán?

-          No, por ser un gran poeta. Nietzsche escribió que el cristianismo era una religión para esclavos. Yo la siento llena de alegría. Dice que hay cosas que no deben hacerse, pero no por eso niega la infinita bondad de Dios.

-          Sin embargo, ¿cómo definiría usted la poesía?

-          Nunca he pretendido definirla sino sentirla.

-          ¿Cómo debe ser un buen poeta? ¿Qué cánones estéticos debe seguir?

-          Ninguno. La poesía fundamentalmente es libertad de sentir y amar a la belleza y el bien. La poesía debe estar siempre ligada a los valores más altos del espíritu. El drama ateniense lleno de horror nos está diciendo, por horror mismo, la necesidad del bien. No son posibles más horrores que los que se escribieron los griegos o Shakespeare, pero cuando asistimos a la tragedia de Macbeth, por ejemplo, inferimos lo bueno que sería la no existencia de la traición sobre la tierra. Si el mundo se rigiera por una actitud de un sesenta por ciento cristiana, encontraría en el bien y en la belleza el medio de mejorar su conducta.

-          ¿Por qué es usted tan religioso?

-          Por educación y por deseo propio. Muchas personas religiosas dejan de serlo entre los quince y los veinte años. Yo nunca tuve dudas. Sería feliz si me cortaran la cabeza por jurar mi adhesión a Cristo. Tal vez algún día me decida a dedicarme exclusivamente al amor de Dios.

-          ¿Cuáles son sus aspiraciones como autor?


-          Poder escribir dos poemas de cierta extensión, un poema religioso tomando como personajes a los cuatro elementos situados en Tabasco, y un poema – ambicioso también – sobre el valle de México.

-          ¿Está usted satisfecho con la obra que ha conseguido?

-          No, porque la comparo con la de otros poetas y veo que la mía tiene poco mérito.

-          ¿Es esa una respuesta sincera o falsamente modesta?

-          Bueno, si me obliga le diré que he escrito algunos poemas dignos de leerse.

-          ¿Cuáles a su juicio?

-          No sé cuáles; tengo más de diez libros y nunca he aprendido nada mío de memoria, aunque sí de otros poetas.

-          ¿Qué poesía se hace actualmente en México?

-          De todo: la poesía seudoclásica, la de tipo medio, la muy moderna en lo que se refiere a la forma. Hay poetas que están en todos los tonos. El poeta de nuestro tiempo rechaza la medida y la consonancia. Esta forma de versificación es la menos difícil. Carece casi totalmente de compromisos con el idioma. Digo casi porque un escritir tiene el compromiso de conocer su idioma. Las personas que escriben así piensan que están versificando, no hay tal. Escriben prosa. Esta forma debían adoptar, sin olvidarse de que Juan Ramón Jiménez escribió en prosa un libro profundamente poético: Platero y yo.
El verso es una entidad sonora. Tan pronto desaparece la cadencia inherente al verso, el verso se convierte en prosa. No es necesario una medida igual ni el uso de consonantes, sino una base rítmica. Los jóvenes prefieren escribir en “verso libre” y deducimos que o no quieren o no saben.

-          En su opinión, ¿Qué influencias extranjeras son las más notables en la poesía mexicana?

-          Muchos jóvenes afirman que recibieron la influencia de Whitman aunque jamás lo hayan leído; otros de Rilke, del que afortunadamente existen muchas traducciones al español. Este poeta, gracias particularmente a las editoriales argentinas, sé se ha divulgado entre nosotros. Es uno de los más grandes poetas que ha dado el mundo. En América tenemos mejores, pero como escriben en castellano y pertenecen a países subdesarrollados no se toman en consideración. Es innegable la influencia que ha ejercido Pablo Neruda.

-          ¿La poesía mexicana no influye a su vez en la extranjera?

-          Sobre grandes poetas de Sudamérica, poetas como Darío, Lugones, el mismo Chocano, hay momentos en que encontramos la huella de Díaz Mirón. Otros poetas también hallan eco en Sudamérica: Nervo, González Martínez.

-          ¿Usted?

-          No creo… Bueno, tal vez haya habido un ligero contacto con algunos poetas. Octavio Paz ha declarado públicamente que su primera influencia fue la mía; sin embargo, creo que trata de una gentileza de viejos amigos.

-          Para su gusto, ¿cuáles son los mejores poetas mexicanos?

-          Octavio Paz se ha hecho sentir. El mejor de México: José Gorostiza. Entre los más jóvenes, Jaime Sabines me gusta e interesa. Debo aclarar que admiro la obra de Rubén Bonifaz Nuño y la de Ramón Galguera; entre los aún más jóvenes cuento en primer lugar a José Emilio Pacheco, Marco Antonio Montes de Oca y Abigael Bohórquez, un sonorense sumamente valioso. Imposible no mencionar a Rosario Castellanos cuya obra resulta considerable.

Después Carlos Pellicer fijó su atención en el retrato que le hizo Rivera y volviéndose hacia mí comentó:

Retrato de Carlos Pellicer Cámara,
de Diego Rivera.
-          ¡Espléndido!, ¿verdad?








Tomado del libro “Palabra de Honor”, de Beatriz Espejo (1990)




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