El
aprendizaje de la cocina es un misterio. Sin embargo, qué fácil parece todo en
un principio. Si se preguntan cómo es que se aprende de cocina, como la mayoría
de la gente, o cómo ha cambiado en los últimos años ese aprendizaje, puede que
más de uno conteste: “antes se aprendía de la madre, pero ahora ha cambiado
todo muchísimo; con tantos recetarios y programas sobre cocina, se aprende de
las recetas, de la televisión; se hacen platos nuevos”. Lo cierto es que la
ingente cantidad de libros de cocina que se publican y los programas de
televisión con cocineros estrellas que se emiten invitan a pensar así.
Sin tocar
los suplementos dominicales o de revistas, rara es la publicación que ofrece al
lector en sus últimas páginas una relación de platos multicolores con sus
correspondientes recetas a pie de foto. Más adelante nosotros también
colaboraremos a sus opciones gastronómicas con recetas de la región, ¡así que
no compren revistas de esas!
La cuestión
es si realmente se usan las recetas de cocina. En los últimos 20 años se han
desarrollado investigaciones antropológicas y sociales en que se estudia el
origen de los conocimientos en cocina. A pesar de tantos esfuerzos en ofrecer
recetas, la gran mayoría de las personas aprenden de la madre o de la suegra, y
sobre todo de la necesidad, que no es otra sino la de comer y dar de comer a la
pareja (recién casados) o la familia. Los libros de cocina y las enciclopedias
adornan casas, pero no detallan nada del olor de la cocina, de los platillos en
cocción, ni registran huellas de grasa entre las páginas.
Extraña que
sea la cocina el último lugar que las madres cedan a sus hijas; cuando una
madre salía a trabajar y no tenía ayuda en casa, solicitaba la de las hijas,
que siguen siendo las que más auxiliaban; se les encargaba limpiar, planchar,
cuidar de los hermanos o hacer la compra, pero sólo cuando madre estaba muy
enferma. Por eso mismo, extraña que el resultado o realidad actual sea que la
mayoría de las mujeres lleguen al matrimonio sin saber cocinar.
Muchos años
atrás, las burguesas aprendían cuando aún podían perder el tiempo, le hacían a
los rudimentos más elementales y a las elaboraciones más emblemáticas, justo lo
que después deberían enseñar a sus hijas. También en las grandes ciudades se
daban clases de cocina a las jóvenes de buena familia; pero no era, desde
luego, una asignatura obligatoria. Recuerda el caso de una señora que aprendió
a cocinar a los 62 años, cuando la cocinera de la casa, que llevaba casi 40
años de servicio, se partió una pierna al caer de unas escaleras. De pie, ante
un fogón, recibía paso a paso las instrucciones de la cocinera, que desde una
silla se desesperaba con la torpeza de su señora. La cocinera se halló
nuevamente útil a los tres meses de su caída, pero ese tiempo había sido
suficiente para despertar una afición recreada hasta la meticulosidad, con el
único apoyo de un viejo cuaderno en que anotaba las recetas de la cocinera y de
las hermanas.
Pero tampoco
los hombres son amigos de los recetarios; al menos, no los más jóvenes. Dejando
al margen a los profesionales, no suelen cocinar salvo que sean aficionados a
organizar esas reuniones de amigos en que guisan, comen y hablas de ‘cosas’,
alejados de las mujeres… y tampoco el matrimonio los inicia en ese arte, aunque
muchas veces sí lo haga la edad. Las mujeres, por lo contrario, emprenden un
ineludible aprendizaje constante, a menos que sus niveles de renta o salario
les permita contratar a otra mujer que les sustituya, pero entre las recién casadas,
las que buscan hacer méritos tienen en la suegra a su mejor maestra. No es raro
encontrar hombres que incluso después de celebrar las bodas de plata, siguen
recordando cómo hacía su madre tal guiso o dulce. Otras mujeres, las más
rebeldes, deciden echar un pulso a la suegra y se aferran a los sabores
maternos.
(Cosas de hombres en la cocina) |
Definitivamente,
todo tiene un fin y la disputa se acaba cuando nacen los hijos; las mujeres
suele utilizar el gusto de los niños para hacer la cocina que ella prefiere.
Pero sea como fuere, entre unas y otras las hay más o menos aficionadas: muchas
me confesaron soñar con que la lotería las liberase de esa esclavitud, aun
cuando se les diera bien el arte culinario; otras, hermanas a veces de las anteriores,
gozaban de las horas pasadas junto al fogón. Pero el caso es que ninguna sacaba
los recetarios de las estanterías.
Aquiles Chávez, chef tabasqueño. |
El único
hecho es que, cuando se compran libros de cocina o se recortan recetas, se
nutre un mundo alimentario imaginado, casi tan importante como el real a la
vista de la cantidad de recetarios que se venden. Al comprarlos, se posee la
mesa a la que se aspira; se proyectan los sueños y deseos que cada cual se
forma en torno a la alimentación. Sólo resta guisar, pero eso parece ser lo de
menos. Entre tanto, se cocina como siempre: se tira de lo ya conocido y se
modifican los conocimientos en la medida que cambian los alimentos disponibles, compartiendo miles de experiencias e historias que van de generación en generación. Además, por mucho que las mujeres sepan de cocina, los mejores chef del mundo son hombres.
¿Aún recuerdas la primer receta que te enseñaron?
#TabascoEsCultural
Plataforma Online de Artes y Cultura de Tabasco
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